¿Y si prohibimos de verdad el tabaco?

En vigor ya la ley antitabaco, es curioso observar las reacciones airadas de comentaristas, tertulianos y periodistas varios, ante lo que consideran una intromisión indeseable del estado en los asuntos individuales. Hay que ver con que gallardía y con que brío defienden la libertad individual y la asunción voluntaria de riesgos frente a la intromisión del poder sanitario que quiere dictarnos cómo hemos de vivir. La única objeción sería, tal vez, que nunca antes, ni ahora, hayan elevado sus voces, con los mismos argumentos, para defender a los consumidores de otras drogas ilegales, como el cannabis, para la que no existe ninguna posibilidad de acceder a su consumo sin pasar por un mercado ilegal o mediante el autocultivo.

Habría que ver cómo se pondrían los que ahora protestan por que en las empresas o restaurantes no se pueda fumar, si las leyes del tabaco se equipararan realmente a las del cannabis. La cosa sería más o menos así.

No habría regulación sobre como o donde se vende el tabaco. Ningún estanco o establecimiento público podría ofrecerlo, ni tampoco ninguna persona podría vender ninguna cantidad de tabaco, ni un solo cigarrillo, a otra. Cómo en el caso del cannabis, estrictamente hablando el hecho de pasar un cigarrillo a otra persona sería considerado tráfico, y penado de 1 a 3 años de cárcel. Los agricultores que lo cultiven, a la cárcel por narcos.

La única manera de conseguir cigarrillos sería mediante conocidos que conocen a alguien que conoce a un tercero que puede conseguir cartones de ducados a 1000 euros (es caro, es verdad, pero es lo que hay). No podríamos saber si son ducados lo que hemos comprado, ni tan sólo esperar una mínima calidad garantía para evitar adulteraciones. Y si los fumadores se sintieran estafados no podrían reclamar.

Cualquier persona con apariencia de fumadora de cigarrillos podría ser detenida en la calle por la policía, la guardia civil o los agentes municipales, y se le obligaría a enseñar lo que tiene en los bolsillos o en el bolso. Si aparecieran en un bolsillo restos de un cigarrillo a medio consumir (con el precio al que estarían no sería cuestión de tirarlos), la autoridad impondría una multa mínima de 300 euros. Pero si la policía nos encontrara un paquete entero o, no digamos, un cartón, seríamos detenidos por un presunto delito contra la Salud Pública, y deberíamos intentar convencer al juez de que el tabaco que nos encontraron era para consumo personal, y que no intentábamos hacer un poco de dinero extra revendiéndolo a nuestros amigos o conocidos. Nos iría bien, para caerle bien al juez, poder demostrar mediante un certificado médico que somos adictos al tabaco, y que eso limita el uso de nuestra voluntad, por lo que debe considerarse una atenuante.

Con suerte nos libraríamos de las multas o de la cárcel a cambio de realizar unas sesiones obligatorias de reeducación. Como en el caso del cannabis, consistirían en charlas con "expertos" y "psicólogos", que nos intentarían convencer de lo equivocados que estamos, y que nos informarían de que debemos dejar (queramos o no), nuestro habito (para ellos, nuestra dependencia). Las sesiones de reeducación, propaganda y lavado de cerebro se complementarían, como ya sucede con el cannabis, con análisis de orina semanales para descartar que algún día no nos hemos fumado un pitillo a escondidas en nuestra habitación. La micción, como es lógico, deberíamos realizarla en presencia de la autoridad competente, para evitar engaños.

No sigo. La historia podría acabar con el estanquero de la esquina condenado a tres años de cárcel por seguir vendiendo tabaco, o con algún conocido nuestro despedido del trabajo y separado de su mujer por que se ha descubierto que se fumaba un cigarrito a escondidas. Que vicio. Que desvergüenza.

3 Comentarios:

Anonymous Anónimo said...

LOS FUMADORES, ENTRE EL ATRACO Y LA ESTAFA



Pensaba dejar los cigarrillos el próximo febrero, dando por suficientes 40 y muchos años de gran fumador, pero el recrudecimiento de la cruzada antitabaco justifica un ejercicio de solidaridad con quienes siguen fumando, y aspiran a ser respetados.

En efecto, los reglamentos no mandan que las tiendas de alpinismo estampen en sus artículos esquelas sobre peligros de la escalada; ni imponen a la manteca y la mantequilla esquelas parejas sobre los riesgos del colesterol. Ni siquiera los concesionarios de motos y coches deportivos deben incorporar algo análogo sobre accidentes de tráfico. Vendedores y bebedores de alcohol, quizá por respeto al vino de la misa, no son molestados. Quienes usan compulsivamente pastillas de botica resultan pacientes decorosos, y quienes toman drogas ilícitas son inocentes víctimas, redimibles con tratamiento. El tabacómano y el simple usuario ocasional de tabaco, en cambio, son una especie de leprosos desobedientes, que pueden curarse con sanciones y publicidad truculenta.

Es indiscutible que el humo molesta, y que debe haber amplias zonas para no fumadores. Sólo se discute qué tamaño tendrán en cada sitio (edificios, barcos, aviones) las zonas para fumadores. Cuando algo que usa un tercio de la población recibe una centésima o milésima parte del espacio -o simplemente ninguna- oprimimos a gran número de adultos, capacitados todos ellos para exigir que las leyes no reincidan en defenderles de sí mismos. Que las leyes prohíban, o impongan, actos por nuestro propio bien dejó de ser legítimo ya en 1789, al reconocerse los Derechos del Hombre y del Ciudadano, gracias a lo cual en vez de súbditos-párvulos empezamos a ser tratados como mayores de edad autónomos. Y es llamativo que en un momento tan sensible al respeto por muy distintas minorías cunda un desprecio tan olímpico hacia la única minoría que se acerca a una mayoría del censo. Sólo se entiende, de hecho, considerando la tentación de convertir los estados de Derecho en estados terapéuticos, legisladores sobre el dolor y el placer, donde lo que antes se imponía por teológicamente puro pueda ahora imponerse por médicamente recomendable.

Con todo, la sustancia del atropello no cambia al sustituir sotanas negras por batas blancas. Si atendemos al asunto concreto, vemos enseguida que la fanfarria terapeutista disimula y deforma sus términos. En primer lugar, la nicotina estimula, seda y previene algunas enfermedades; los agentes propiamente nocivos son alquitranes derivados de asimilarla por combustión. El gendarme terapéutico ¿se ocupa acaso de promover alternativas al alquitrán? Las primeras patentes de cajetillas con una pila que calienta el tabaco a unos cien grados, hasta liberar la nicotina sin producir alquitranes, tienen más de 20 años. Esos revolucionarios inventos para inhalar selectivamente han ido siendo comprados por las grandes tabaqueras, como es lógico; pero que Philip Morris o Winston se arriesguen a poner en marcha tanto cambio pide un cambio paralelo en la actitud oficial, hoy por hoy anclada al simplismo de satanizar la nicotina.

En segundo lugar, las incoherencias del terapeutismo coactivo brillan en el hecho de que sus desvelos por la salud del fumador no incluyen informar sobre o intervenir en qué fumamos, cuando el tabaco ronda una quinta parte del contenido de cada pitillo. El resto, llamado sopa, es una receta confidencial del fabricante, cuya discrecionalidad le permite novedades como añadir tenues filamentos de fósforo al papel, para que queme más deprisa. En tercer lugar, a este generalizado trágala se añaden promesas de doblar el ya exorbitante precio de las cajetillas, como si sumir en ruina al tabacómano le resultara salutífero.

Así, los deleites unidos a fumar -que son básicamente energía y paz de espíritu-, y los inconvenientes de dejar esa costumbre -que son desasosiego, y resucitar la codicia oral del lactante- pretenden solventarse con un cuadro de castigos: no saber qué fumamos, no tener alternativas a una inhalación de ilimitados alquitranes, padecer atracos al bolsillo, sufrir discriminación social, o comulgar con falsedades (como que estaremos a salvo de cáncer pulmonar, bronquitis, arteriosclerosis e infartos evitando el tabaco). Curiosamente, el cruzado farmacológico norteamericano, que está en el origen de esta iniciativa, se niega por sistema a reducir sus emisiones de gases tóxicos firmando Kioto, sin duda porque tragar humo de modo involuntario y no selectivo es tan admisible como inadmisible resulta tragarlo de modo voluntario y selectivo.

Ante tal suma de iniquidades, un grupo tan nutrido como el tabaquista debe reclamar los mismos derechos que cualquier minoría, empezando por regular él mismo sus propios asuntos. Actos de pacífica desobediencia civil en cada país, como encender todos los días varios millones de cigarrillos a cierta hora, parecen sencillos de organizar, y prometen tanta fiesta para los rebeldes como impotente consternación en el gendarme higienista.

Moliére lo comenta ya en L'amour médecin: «el tabaco es droga de gente honrada, como el café». Reconozcamos también que en tiempos de Moliére no se había descubierto el cigarrillo, ni Hollywood había promocionado tan abrumadoramente su empleo. Doy por evidente que los ceniceros sucios despiden un olor asqueroso, que el tabacómano es una especie de manco, y que fumar muchos cigarrillos genera a la larga efectos secundarios funestos. No por ello resulta más arriesgado que conducir deprisa. Ni es más insensato que ignorar el cultivo del conocimiento, la práctica de la generosidad o prepararse cada uno para su venidera muerte. Lo arriesgado es que la ley saque los pies del tiesto, lanzándose a proteger a los ciudadanos de sí mismos, como si la sociedad civil pudiera administrarse a la manera de un parvulario.

Cuando nos atracan entregamos el botín a disgusto, conscientes de padecer una agresión. Cuando nos estafan lo damos a gusto, imaginando hacer un buen negocio. Pero es estafa, y no buen negocio, cargar con planes eugenésico-paternalistas que siempre aúnan despotismo con frivolidad. Dejar de fumar sólo cuesta tanto porque sus efectos primarios -anímicos y coreográficos- generan un placer sutil. Sin duda, haremos bien dejando de fumar compulsivamente, mientras eso no nos amargue el carácter y desemboque en efectos secundarios como obesidad, inquietud o sustitutos químicos para la sedación-estimulación que obteníamos encadenando cigarrillos. Como dijo Epicteto, "nada hay bueno ni malo salvo la voluntad humana", y si lo olvidamos todo el horizonte se torna banal, no menos que proclive a confundir opresión con protección, estafa con benevolencia.





Antonio Escohotado
2004
Antonio Escohotado



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2:35 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Creo que todos sabemos las consecuencias que nos ocasiona el tabaco a nuestra salud, creo que es mejor que empecemos a buscar alternativas para dejarlo. Es mejor que cambiemos nuestro estilo de vida por el bien de nuestra salud y de los que nos rodean.

10:15 p. m.  
Anonymous jersey shore season 3 episodes said...

Great read thanks

7:25 a. m.  

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