¿Y si, por una vez, hablamos de principios?

Si hay algo que me cansa hasta el hastío en todo el debate referente a como la sociedad debe tratar con las drogas, es el uso inacabable de informes, números, estadísticas y estudios desde todas las posiciones, para demostrar, unos y otros, que la razón la tienen ellos. Así, el público no informado se pierde en un marasmo de datos contradictorios e inasimilables, y acaba renunciando a su capacidad de elegir, y delegando sus opiniones en los personajes de autoridad en quien cada cual cree.

Ante cada propuesta innovadora o reformista, los defensores de la ortodoxia oponen, si los hay, estudios contrarios a las medidas, y si no los hay, la necesidad de realizarlos antes de emprenderlas. Y como ante cada dato científico surge una nueva interpretación que lo contradice, la confusión sigue, y la ortodoxia va ganando tiempo al tiempo. Es por esto que he escrito a menudo que no debemos esperar que ningún estudio de laboratorio o experimento con ratones nos aporten respuestas al problema de cómo tratar legalmente con las drogas. No se trata de datos, sino de principios; no se trata de porcentajes, sino de valores.

Parece que hoy hablar de valores y principios es una actitud conservadora, antigua, inoperante en los tiempos difíciles y complejos que vivimos. Parece que los valores y los principios hayan de ser patrimonio de dogmáticos que quieren imponerlos o de intransigentes que se aferran a concepciones antiguas. Pero, por el contrario, es la supuesta complejidad inabordable de lo real lo que se presenta como excusa para el inmovilismo, la que se utiliza para convencernos de que hemos de delegar nuestras decisiones en manos de expertos, especialistas en tratar cuestiones que, por su dificultad, se nos escapan. Formamos especialistas para que nos digan como hemos de comer, como hemos de amar, como hemos de gestionar nuestras relaciones, o como hemos de vender nuestra imagen al mundo. Por ello, ante la utilización de la complejidad como excusa para la perpetua inacción, es necesario repensar las cuestiones en término de sus valores esenciales. ¿Tienen derecho las personas a disponer de su cuerpo? O, reformulando la pregunta para que se entiendan los conceptos reales que están en juego: ¿En que casos la sociedad debe utilizar la coacción, mediante los mecanismos legales, policiales y judiciales, para impedir que alguien disponga como quiera de su cuerpo?
Y otra gran cuestión: ¿Son las personas responsables de sus actos, o debe la sociedad velar para que estímulos externos a los que están impuestos les impidan actuar “correctamente”? En la película “Los juicios de Nuremberg”, el juez encargado de juzgar a un criminal nazi es intentado convencer por unos y otros de que por mil y una razones de orden estratégico, humano o emotivo debía juzgarlo inocente de sus actos inhumanos, realizado por obediencia debida en una sociedad que estaba organizada de ese modo. Pero él lo declara culpable, y explica, escandalizado: “No puedo llegar a concebir que se me quiera convencer de que un hombre no es reponsable de sus actos”. Con esa declaración, desmonta todos los posibilismos estratégicos con que se le intentaba ocultar ese valor esencial.

Las anteriores son algunas de las grandes cuestiones que están en juego cuando se discute la legalización de las drogas, la prostitución, o tantos otros delitos donde el componente persecutorio es básicamente moral. Es en estos términos en los que debemos volver a pensar, recordando los elementos esenciales que permiten decidir si una acción es buena o mala. Y, por supuesto, habrá discrepancias en cuanto a principios y valores, pero, al menos, unos y otros deberán exponer cuales son los suyos, en vez de esconderlos bajo capas de posibilismos y cientifismos; habrán de decir si optan por la responsabilidad individual o por la tutela colectiva, y hasta que punto se decantan por el respeto a la libertad individual o por la estabulación colectiva.