Porros en los institutos


Un par de estudios recientes han vuelto a sacar a la luz unos datos, no por conocidos y repetidos, menos dignos de reflexión: los altos índices de consumo de cannabis entre la población estudiantil española. Los últimos datos dicen mostrar, además, un incremento del consumo en las propias instalaciones escolares y durante las horas de recreo y los intervalos entre clases. Un informe de la Asociación Guipuzcuoana de Investigación y Prevención del Abuso de Drogas muestra, por ejemplo, que un 57% de estudiantes mayores de 14 años han probado la marihuana en alguna ocasión. Pero además se percibe una tendencia al consumo social normalizado, no escondido y, a menudo, durante la jornada lectiva.

Según datos expuestos por el Plan Nacional sobre Drogas, el 96% de los padres de consumidores de cannabis desconocen esa situación, un logro más de unas políticas que, criminalizando a los consumidores, dificultan el conocimiento real de los problemas.

La primera reflexión que viene a la cabeza es la de constatar el efecto que han tenido años y años de una propaganda antidrogas radicalmente prohibicionista, que ha primado el miedo como instrumento pedagógico por encima de la información y la educación en la responsabilidad. Este monumental debe ser asumido públicamente por nuestras autoridades antidrogas, en vez de achacarlo al efecto pernicioso para los jóvenes de revistas como esta o a la liberalidad con que se extienden los growshops en nuestras ciudades.

Es evidente, por otra parte, que el elemento de transgresión que existía antes en el consumo de tabaco ha desaparecido. Sólo entre las chicas fumar tabaco presenta aun un elemento de rebeldía que explica que sea entre ellas donde se dan aun los más importantes incrementos de consumo. Las transgresiones iniciáticas propias de la adolescencia, tantas veces y en tantas culturas relacionadas con consumo de drogas, es normal que busquen su cauce en el cannabis: una droga suave, en la que los jóvenes perciben apenas riesgos, y que, como bonus adicional, mantiene una elevada capacidad de escándalo entre los mayores y la sociedad. Es la prohibición de la conducta, unida a la inocuidad de la transgresión, lo que lógicamente propicia este tipo de actitudes.

¿Cuál es la respuesta correcta? Sean cuales sean nuestros deseos, no podemos mantener a los niños alejados de las drogas y de la información respecto a ellas. Hay que apostar por una educación que permita al individuo elegir libremente sobre la base de la información, consciente de ventajas y riesgos. Y sería bueno que la prohibición no añadiera más elementos distorsionadores, ni generara miedos absurdos en los padres, ni erigiera tabúes ficticios que los jóvenes quieran correr a derribar para reafirmar su madurez ante quienes se lo prohiben. Por otra parte, hay que decirlo y repetirlo, sólo si conseguimos que los jóvenes crean en los mensajes que les llegan tendremos la posibilidad de modificar sus conductas. Mensajes como el de representarles en pañales, ridículos y patéticos ante sustancias que no conocen, no ayuda a una aproximación racional al problema. Y más cuando, en muchas ocasiones, los jóvenes saben mucho más acerca de drogas que los inquisidores que perpetran esas campañas de propaganda.

Ahora bien, la importancia relativa de estos datos la dio el propio Gonzalo Robles, refiriéndose al consumo de cannabis entre jóvenes: “Estamos hablando de una población normalizada, integrada socialmente, que estudia y trabaja, y que disfruta de una vida ordenada en el ámbito familiar pero que ha desarrollado la idea del consumo para la diversión”. Pues si es así, ¿donde está el problema?