Por un enfoque global del discurso antiprohibicionista


He comentado a menudo en estas páginas que los motivos por los que se sostiene el fallido experimento social en que consiste la prohibición son muy dispares y de distintas categorías. Hay motivaciones económicas, políticas, morales, sanitarias… Todas estas visiones se complementan y apoyan entre si para constituir el entramado sólido que constituye la prohibición. Y es precisamente por esta multiplicidad de factores por los que se hace tan difícil desmontar ideológicamente, y ya no digo legislativamente, el discurso prohibidor. Y es que del mismo modo que todos esos temas son utilizados para mantener el control sobre determinadas sustancias, el antiprohibicionismo debe fundamentarse también en todos ellos para mostrar sus razones. La prohibición tiene tantas patas sobre las que sustentarse, que romper sólo una o dos de ellas resulta inútil.

Y digo ésto porque a menudo quienes defendemos el fin de este dañino experimento prohibicionista caemos en la trampa de ajustar nuestros argumentos a los que nos tienden los prohibidores de turno. En este momento histórico, por ejemplo, la salud y la ausencia de riesgos son dos ambiciones indiscutidas. Tenemos ejemplos diarios de lo muy dispuesta que está la gente a renunciar a determinadas libertades individuales si se le ofrece la oportunidad de pensar que es una renuncia voluntaria con la que conseguirá mayores cotas de bienestar y seguridad. Así, utilizar la libertad como argumento parece algo en desuso, una especie de ingenuidad a la que los prohibidores pueden limitarse a responder con una sonrisita displicente de superioridad. Parece por tanto que tengan acorralado nuestro discurso en el rincón de los médicos y los científicos de bata blanca. Un rincón peligroso y lleno de trampas, pues luchar allí implica mostrar aceptación tácita a determinadas asunciones, la peor de las cuales la que establece que la decisión de decidir si una sustancia debe o no estar prohibida ha de ser fruto de las investigaciones científicas. Pues aunque es cierto que los peligros del consumo de drogas son a menudo ampliados y distorsionados, y que la auténtica ciencia, como contraste con los pseudo científicos de pago a los que se compran coartadas para prohibir, podría decir mucho al respecto, lo cierto es que la discusión sobre los riesgos, aun cuando fueran indiscutidos, desvía la cuestión de otra pregunta esencial: ¿no podrían gestionarse sin prohibición y evitar así los daños asociados a la criminalización inevitable?

Tras tantas concesiones a la estrategia prohibicionista, acabamos teniendo que defender cosas tan obvias como que no está bien impedir que los enfermos usen voluntariamente aquello que les alivia sus dolencias, o debatiendo porcentajes absurdos como si en los tantos por ciento o en las probetas fuéramos a encontrar quien tiene razón. Sería tal vez el momento de volver a reivindicar algunos de los valores más fuertes del antiprohibicionismo, menos cuantitativos tal vez, pero de una solidez : el respeto por la libertad individual, la confianza en la educación en libertad frente a la represión, la asunción consciente de la realidad y sus riesgos, y la valentía de gestionarlos sin renunciar a las ventajas que ocultan; todo ello frente a quienes proponen futuros imposibles sin drogas, ni vicios, ni riesgos, y creen que para alcanzarlo es lícito mantener un sistema que ni disminuye consumos, ni elimina riesgos, y añade en cambio problemas sanitarios, de seguridad y de corrupción que no existirían sin la prohibición.