Pensamientos prohibidos

Parecería que las prohibiciones impuestas por el poder sólo podrían recaer sobre actividades susceptibles de ser detectadas, es decir, sería necesaria la ejecución activa de la actividad prohibida: escribir o leer un libro, poseer o consumir una droga, etc. Pero la aspiración última de todo poder controlador es conseguir introducir un policía en la mente de cada cual. La conciencia, ese Pepito Grillo que nos indica a modo de vocecita interior lo que está bien y lo que está mal, será el mecanismo utilizado para restringir, también, el pensamiento libre. La tradición judeocristiana lleva inherente a su modelo filosófico el concepto de pecado, un “pensamiento, palabra, obra u omisión” prohibido por la divinidad. Así pues, los pensamientos impuros nos están proscritos y, en general, aquellos que nos llevarían a cuestionar las bases ideológicas en las que se sustenta el poder establecido. El sacramento católico de la confesión, con la obligación inherente de desvelar ante un tercero los pensamientos impropios, constituye un sofisticado mecanismo social de control, que, al mismo tiempo, cumple una función de cohesión social y de liberador de las tensiones propias de mantener conductas pecaminosas en secreto.

No está de más recordar que en cuanto el pensamiento se convierte en ideas susceptibles de contagiarse mediante su expresión, el prohibicionismo ideológico ataca con toda su fuerza: las persecuciones a los científicos o filósofos que se han atrevido a cuestionar las verdades que socialmente se daban por descontadas, han sufrido históricamente persecuciones: Sócrates, Galileo, Servet… Como reacción, demasiadas veces la ciencia y el pensamiento filosófico se han utilizado, y se siguen utilizando, como coartadas para perpetuar las prohibiciones.