La Iglesia Católica clama contra la legalización de las drogas


Nada humano resulta ajeno a la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y, lógicamente, tampoco los asuntos relacionados con drogas, en los que también la Iglesia quiere decir la última y sacra palabra. Así, el Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, ha elaborado un informe en el que da a conocer a los gobiernos del mundo mundial su posición firme, decidida y militante a favor del prohibicionismo más extremo. El arzobispo mexicano Javier Lozano Barragán lo dejó bien claro durante la presentación del documento: ni legalizar, ni despenalizar, ni nada de nada. El Vaticano considera que cualquier uso de drogas es incompatible con la moral cristiana. Por ello, los gobiernos no deben tolerar ni el más mínimo avance liberalizador, ni siquiera en lo que se refiere a las “drogas blandas”. La droga es hoy “la campanilla de alarma del eclipse de una sociedad”. Ni más ni menos. La incompatibilidad moral entre el uso de drogas y el cristianismo no se hace extensiva, claro está, al vino de misa, transustanciado mágicamente en carne de Cristo, y, ya puestos, tampoco al resto de drogas legales: uno puede tomarse un valium sin que su moral cristiana se resienta, pero un canuto, claro, es inmoral a más no poder.

La frase más bonita y profunda de la presentación del informe es la que enunció su coautor, el prelado español José Luis Redrado: "La droga es un sustituto de la religión en un mundo secularizado y vacío en el que los jóvenes tienen ansia de infinito". Alineados con Marx, en su clásico “la religión es el opio del pueblo” en la comparación de la religiosidad con el uso de drogas, los sacerdotes piden que las aguas vuelvan a su divino cauce, para que la marihuana o las pastillas no les quiten fieles: nada de sucedáneos psicotrópicos, hay que volver al tradicionalismo católico si se quiere vencer el “ansia de infinito”. La religión es un adormecedor legítimo, no así los opiáceos.

Los autores del estudio, que han tardado cinco años en perpetrarlo, resumen sus esfuerzos doctrinales con una ocurrente y profundísima frase del Santo Padre: “La droga no se vence con la droga”. Según ellos, en cambio, nuestra cultura trata las drogas con frivolidad y “defiende la libertad de usarlas”. ¿Quién tiene la culpa? Para estos talibanes del catolicismo, las culpas hay que repartirlas a diestro y siniestro: el cine, la música, los medios de comunicación; la información libre, en una palabra. A través de estos canales, nos dicen, se difunde el falso concepto de que el propio cuerpo es un bien del que uno puede disponer libremente. Nada más falso, dado que, ya se sabe, el cuerpo es de Dios y sólo Él, o sus enviados en la tierra, pueden disponer de él.

Estas posiciones clericales son coherentes, sin embargo, con el origen moral de la prohibición: la necesidad de tabuar determinadas sustancias porque sus efectos pueden alejarnos de Dios. Históricamente ha sido así: los chamanes, sacerdotes y curanderos varios han pretendido monopolizar las sustancias psicoactivas restringiendo unas para sus usos sacramentales, administradas de manera ritual, y demonizando otras a las que se atribuían todo género de males, así como la capacidad de embrutecer al ser humano. Ahora, al respaldar la prohibición a rajatabla, el Vaticano se posiciona donde ha estado siempre: en contra del uso responsable de la libertad individual, y alineada con quienes quieren imponer tutelas paternalistas a los adultos, sean o no creyentes de sus mitologías.