La guerra contra la Droga: Más que una metafora


"La primera víctima de las guerras es la verdad"
Sen. Andrew Salacott

Es habitual leer o escuchar a menudo expresiones del tipo ‘la guerra contra las drogas’, ‘la lucha contra las drogas’, ‘la dura batalla contra las drogas’. Más allá de las metáforas, quiero exponer cómo la militarización 'real' del problema de las drogas constituye por sí misma un aspecto imprescindible para entender la cuestión y para comprender por qué, pese a todos los fracasos, se mantiene la Cruzada.

Ciertamente, con pasmosa unanimidad, el problema a nivel mundial se afronta como si de una guerra se tratase: con pistolas, con ejércitos, con prisioneros y con muertos. El planteamiento de la cruzada antidrogas es militar, como lo es la retórica con que se trata y la propaganda y desinformación usadas para perpetuar esta guerra. En EE.UU, el nombre oficial de la lucha contra las drogas es ‘War on Drugs’, y, recientemente, el portavoz republicano en el Congreso, Newt Gingrich pidió al primer responsable de la lucha antidrogas, Barry McCaffrey (un general del ejercito, por cierto), que diseñara "un plan de batalla al estilo de la Segunda Guerra Mundial" para acabar con el uso de drogas en América. La implicación del ejército en esta Cruzada es allí cada vez mayor, como mayor es el presupuesto dedicado para destinar aviones y barcos de guerra a controlar las fronteras o para enviar tropas a países sudamericanos para erradicar las cosechas.

¿Qué ha propiciado la militarización, en EE.UU. y desde allí de todo el planeta, del problema? Probablemente el fin de la guerra fría haya sido uno de los desencadenantes. La necesidad de mantener unos presupuestos militares que permitieran sostener el enorme complejo militar-industrial norteamericano una vez desaparecido el enemigo anterior, ha llevado a buscar otras ocupaciones para la gente del Pentágono. Y a qué mejor dedicar el ejército que a evitar que nuestra sociedad sea destruida por la Droga, sobre todo cuando, para EE.UU., esa lucha puede servir, más allá de los objetivos declarados, para mantener y reforzar importantes intereses geoestratégicos en todo el mundo. Esta evolución natural, reflejada perfectamente en las películas americanas más recientes, donde los supervillanos comunistas han sido sustituidos por narcotraficantes sin escrúpulos, ha venido siendo fomentada mediante una campaña de propaganda, en el más puro estilo militar, que permite disponer de coartadas para las inevitables acciones bélicas . El hecho de que, en su primer discurso tras llegar a la presidencia, en septiembre de 1989, George Bush mostrara una bolsita de cocaína comprada a pocos metros de la Casa Blanca, y que un mes más tarde se produjera la invasión norteamericana en Panamá, con la excusa de que Noriega, ex empleado de la CIA, era narcotraficante, dista mucho de ser casual. Sobre todo, si tenemos en cuenta que, como se denunció en su momento, el joven vendedor de la dichosa bolsa, que acabó condenado a diez años de cárcel, fue inducido por los agentes oficiales que preparaban la dramática puesta en escena del presidente. Pero la propaganda ya había funcionado.

EE.UU. es el principal estado usuario de las drogas como mecanismo de justificación de numerosos desmanes a nivel internacional. Desde la invasión de Panamá hasta las incursiones en los territorios mejicano o colombiano para destruir las plantaciones del arbusto de coca por métodos militares, pasando por las presiones realizadas a terceros países para que sustituyan sus cultivos tradicionales de sustancias prohibidas, ya sean cáñamo, adormidera o coca, pero que acepten la entrada de las drogas occidentales, alcohol y tabaco. De hecho, esta preocupación por la salud de los ciudadanos occidentales no impide que Occidente permita vender en países del Tercer mundo sustancias cuyo consumo está prohibido en los países de origen por su peligrosidad para la salud. Así por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud reconoce que "los agricultores de los países en vías de desarrollo sufren cada año tres millones de casos de envenenamientos agudos por insecticidas" cuyo uso está prohibido en los países que lo fabrican.
La historia del prohibicionismo siempre ha ido muy ligada a la xenofobia y a luchas por el poder económico y político a nivel internacional. Desde las guerras del opio, el siglo pasado, con las que el Reino Unido pretendía reforzar sus posiciones comerciales en China, hasta las maniobras recientes de la CIA para introducir y distribuir 'crack' en los ghettos negros para financiar la 'contra' nicaragüense, este denominador común aparece siempre.

Hoy, por ejemplo, las relaciones de EE.UU. con América Latina están marcadas y determinadas por la ‘cuestión droga’. Las ayudas económicas que EE.UU. realiza en la región, vienen condicionadas a que los gobiernos de la zona obtengan una ‘certificación’ que el gobierno norteamericano otorga o deniega anualmente y que, básicamente, depende de las acciones que dichos países han realizado contra los cultivos ilícitos y el narcotráfico. Así, es en función del número de detenciones, incautaciones y extradiciones como los países latinoamericanos pueden acceder a las ayudas del gigante del norte. En este sentido la ‘war on drugs’ americana ha sustituido a la guerra fría como mecanismo de control en la política exterior respecto a América Central y del Sur. Pero para muchos países de la región, los cultivos prohibidos en Occidente y tradicionales allí, suponen una parte importantísima de sus ingresos. Se apunta que la economía basada en las drogas aporta el 75% del Producto Nacional Bruto boliviano, el 21% del Peru y el 25% en Colombia. Y habitualmente constituye la principal fuente de divisas de estos países. Por estos motivos Iñaki Márquez afirma que no puede plantearse seriamente la erradicación de cultivos "porque sólo en América Latina entre 2,5 y 3 millones de personas se hallan empleadas en actividades con las drogas ilegales, dependiendo de ellas unos 15 millones: cocaleros, intermediarios, abastecedores, zepes o motobones, ‘cocineros’, ‘mulas’, un enorme complejo coca-cocaína... En 1992, la administración norteamericana solicitó 11.680 millones de dólares para programas erradicadores e intervenciones policiales antidroga. Herbicidas y ejércitos que asegurarían el genocidio de inmensas comunidades. Si nos atenemos a los resultados, ya lo hemos dicho, el fracaso es rotundo en tanto se mantiene la disponibilidad." El prohibicionismo ha generado allí una dramática y paradójica situación: el negocio de las drogas y las reacciones de los países occidentales al respecto está ocasionando una creciente corrupción en todos los niveles de gobierno, poniendo en entredicho a menudo el orden establecido. Pero por otra parte, es de esa prohibición de donde emana el gigantesco negocio. Así, y forzados por la numerosa población que depende del ilegal negocio, los gobiernos se ven forzados a mantener políticas ambiguas, de complicidad tácita con el narcotráfico, pero, al mismo tiempo, a cubrir el expediente de la certificación para seguir recibiendo ayudas exteriores. Pero las acciones que se emprenden en este sentido, no pasan sin consecuencias. Por citar algún ejemplo, tenemos el reciente caso de Colombia, donde el presidente Samper fue acusado por los Estados Unidos de financiar su campaña electoral con dinero de los narcotraficantes. Éste intentó desesperadamente recuperar el favor norteamericano ordenando rociar, en verano de 1996, con ‘glyphosate’, un potente herbicida, plantaciones de coca y opio en el estado amazónico de Guaviare. El ejército tuvo que acudir a aplacar las protestas de 15.000 campesinos que protestaban por la acción. El gobierno declaró ‘zona especial’ la región y suspendió las libertades civiles. Pero en agosto se unieron a la marcha de protesta más de 100.000 personas de los estados vecinos de Putumayo y Caqueta. Estas protestas reforzaron por su parte a la guerrilla colombiana, que se financia en gran parte mediante la protección que presta a los productores de droga de la zona, llevándola a realizar ese mismo mes una de las mayores ofensivas contra objetivos militares.
En Panamá, como he mencionado antes brevemente, la lucha contra el tráfico de drogas fue la excusa usada en 1989 por la administración norteamericana para invadir el país, detener a Noriega y llevarlo a territorio norteamericano para juzgarlo allí. En la invasión murieron 23 soldados americanos y unos 500 ciudadanos panameños, pero el presidente Bush declaró orgulloso que la acción y el posterior veredicto contra Noriega constituía "una gran victoria contra los señores de la droga". Ni que decir tiene que la operación no sirvió ni para disminuir en absoluto el consumo de cocaína en EE.UU. ni tan siquiera para aumentar su precio. De hecho, durante la última década, el precio medio de la cocaína en EE.UU. ha disminuido en un 80%, mientras que la pureza de la sustancia comprada al detalle se ha quintuplicado, pasando de un 12% a un 60%.
En Brasil, durante el régimen militar de 1964-1985, la erradicación del cannabis sirvió de pretexto para que el ejército pudiera controlar a los disidentes sociales. Incluso remotas tribus amazónicas fueron sometidas a torturas por cultivar cáñamo, y las víctimas de los ‘escuadrones de la muerte’, jóvenes negros en su mayor parte, eran descritos por las autoridades como "grandes traficantes de droga".

La militarización de la 'cuestión Droga' es un aspecto esencial a tener en cuenta para analizar el actual estado de cosas. Sin él nos será difícil entender la represión, la propaganda y contrapropaganda, las mentiras y el juego sucio empleados a menudo por quienes dicen defendernos de nosotros mismos. Y es que todas las sociedades aceptan que, cuando se está en guerra, las leyes han de imponer restricciones temporales a las libertades de expresión, movimiento e información. Se acepta entonces, también, que los derechos civiles queden recortados y se entiende que quien se opone a las políticas de quienes luchan contra el enemigo es un traidor. Pero, ¿debemos realmente tratar este problema como una guerra?, ¿es la Droga en verdad un enemigo público mayor que el alcohol, el tabaco o el colesterol? ¿Qué coste, económico y social nos supone la ‘militarización’ del problema?. Desgraciadamente, la mayor parte de las trágicas consecuencias de esta política recaen, como suele acontecer, sobre las minorías interiores más desfavorecidas y sobre los países tercermundistas.

Pero, ¿cómo influye esta militarización del problema en el mantenimiento de la Prohibición? La hipótesis de que las guerras existen para dar trabajo a los ejércitos es muy antigua y tal vez nada desacertada en muchos casos. Pero el motivo más sustancial es que, al elegir el modelo militar para tratar la cuestión, estamos condicionando también las medidas con que lo afrontaremos y dificultando ciertos cambios de rumbo en las políticas al respecto, pues los nombres con los que designamos nuestras acciones y nuestros posicionamientos en este tema tienen valor por sí mismos, como síntoma indicativo de la manera en que enfocamos la cuestión. Esta concepción militar del problema hace que cualquier política más liberal se entienda como una rendición, y, en consecuencia, como una derrota ante el enemigo, pues, si esto es una guerra, abandonarla equivale a perder. Cito: "La ‘guerra contra la droga’ así planteada adquiere tonos de ‘cruzada’ que hacen imposible una aproximación racional al tema. Lo que se busca es una mera identificación ideológica que ofrezca un frente sin fisuras frente al enemigo externo. Cualquier intento de discutir el tema interrogándose sobre la necesidad y, sobre todo, sobre la eficacia de la respuesta penal es visto con inmediata sospecha de ser una especie de ‘quintacolumnista’ de los traficantes en el campo de los ‘normales’". A estos razonamientos nos conduce la metáfora militar.

Analizar un problema con terminología militar nos conducirá sin duda a soluciones basadas, principalmente, en hombres armados. Pero hay que recordar que la 'guerra contra las drogas' no es en realidad tal cosa. Las drogas no se defienden ni oponen resistencia alguna. De hecho la guerra es contra personas, contra usuarios, fabricantes y vendedores. Es a estos colectivos a quienes se quiere tratar a punta de bayoneta. Recapacitemos. Aun asumiendo que quien se droga esté cometiendo una inmoralidad y esté dañando su salud, ¿no es aberrante y desproporcionado usar policías, soldados, paracaidistas, unidades antiterroristas, pistolas, aviones de reconocimiento, satélites de observación y servicios de espionaje para evitarlo? Hay una frase apropiada para esta actitud: matar moscas a cañonazos. Y el problema de usar un cañón para matar moscas no es sólo el dispendio inútil de recursos, sino que, además, lo dejas todo hecho unos zorros, aun teniendo la suerte de no pillar a un infeliz en medio.