Debates televisivos sobre drogas


Hay problemas sociales que, por su complejidad y por las implicaciones morales que para mucha gente tienen las diferentes políticas a aplicar, son especialmente convenientes de tratar en debates públicos, donde así podrían exponerse y contrastarse los diferentes puntos de vista e, idealmente, avanzar en la resolución de los problemas con menos prejuicios. En el caso de las drogas, el debate sobre la legalización o, en otras palabras, del fracaso de la prohibición como método para tratar con los problemas asociados al consumo de sustancias, es especialmente importante. A un porcentaje altísimo de la población, sólo le llegan respecto a este tema las monolíticas verdades oficiales: todas las drogas son iguales, la Droga mata, nadie controla con las drogas, y poco más. Gonzalo Robles, el jefazo antidrogas, se ha manifestado repetidamente en contra de los debates sobre la legalización, y él mismo ha evitado siempre estar en alguno. Es natural, pues sabe bien que en un debate abierto los argumentos prohibicionistas son ídolos con pies de barro. En televisión, donde el seguidismo respecto las políticas oficiales sobre drogas se firma sin vergüenza alguna ante fotógrafos, estos debates se sustituyen a menudo por seudodebates, auténtica basura televisiva que quiere hacer pasar por intercambio informado de ideas el griterío, la manipulación y las majaderías.

Hemos tenido el ejemplo reciente de un vergonzoso simulacro de debate sobre el éxtasis en Antena3, perpetrado por los responsables de ese monumento a la manipulación disfrazada de periodismo de investigación que es “Al descubierto”. Mezclaron en el plató a Escohotado, a padres y familiares de los jóvenes muertos en Málaga, a familiares bochornosos de Franco y a un par de vividores mediáticos. En este tinglado se hallaba también, como no podía ser menos, el ubicuo prohibicionista José Cabrera, transmitiendo su habitual evangelio de falsedades, exageraciones y talibanismo prohibidor, y que incluso se atrevió a reprender a Escohotado diciéndole que “si no hubiera tomado tantas drogas, ahora sería más inteligente.” Todo ello convenientemente aderezado con cámaras ocultas descubriendo, oh sorpresa, que en las discotecas se venden pastillas y que hay gente que las consume.

En un debate serio debería haber un número pequeño de debatientes, y el tiempo necesario para exponer las posiciones, especialmente las que se apartan de la ortodoxia. No se puede dar el mismo tiempo a las opiniones políticamente correctas que a aquellas que, por su situación de inferioridad respecto a las consignas oficiales, son más difíciles de explicar, por cuanto implica la deconstrucción de mitos y falsas verdades. En los seudodebates, los defensores de las posturas más heterodoxas se ven obligados a responder a cascadas de preguntas tramposas y descalificatorias, sin más tiempo que el que ha necesitado el contrario para exponerlas. Es conocida la frivolidad con que suelen tratarse las cuestiones polémicas, fragmentando al máximo los tiempos de intervenciones, haciendo participar a personajes mediáticos que entorpecen y dificultan las exposiciones de los especialistas, y, en definitiva, convirtiendo lo que había de ser un debate en un circo de tres pistas. El colofón lo ponen las encuestas telefónicas, sin ningún valor estadístico y las entrevistas a pie de calle, seleccionadas siempre para resaltar las posturas que los responsables del programa quieren potenciar o para reforzar la imagen negativa de los contrarios a las tesis oficialistas. Penoso.