Con la ley, o al margen de la ley


En el debate antiprohibicionista, así como en las discusiones políticas necesarias para hacerlo llegar a la sociedad, hay que tener siempre muy presente un posicionamiento previo estratégico: ¿Queremos que las leyes se modifiquen para garantizar la lgalidad del consumo y comercio de cannabis; o nos contentamos con una situación fáctica en la que sea posible convivir con la prohibición, al margen de la ley?

El dilema no es menor. Desde un posicionamiento rigorista, la batalla hay que ganarla ante el poder legislativo. De los poderes públicos depende modificar convenios, abolir leyes y reglamentos, y establecer las modificaciones pertinentes para pasar, digamos, del actual sistema de prohibición a un sistema de regulación, similar al aplicado con el tabaco o el alcohol. Pero sabemos las dificultades que sto conlleva. El compromiso político necesario para dar un paso así, aun cuando se refiera exclusivamente al cannabis, no será fácil de encontrarlo entre los partidos mayoritarios, temerosos siempre de que el rival les hago aparecer ante la opinión pública como “blandos con la Droga”. Vemos, por ejemplo, que el Partido Socialista, tras más de medio año en el poder, no h hecho el más mínimo amago de derogar en el parlamento los polémicos artículos de la Ley de Seguridad Ciudadana que da origen a las sanciones por posesión o consumo de drogas en general, y de cannabis en particular. Y esto es así aun cuando el propio PSOE había votado, en la oposición, a favor de retirar esa ley (que, por cierto, ellos mismos promulgaron).

Así pues, ante el esperado y perenne inmovilismo legislativo, las opciones son diversas. Por una parte podemos limitarnos a conformanos con una situación de hecho donde se moleste relativmnte poco a los consumidores, donde no se pongan demasiadas pegas al autocultivo, y donde, en l práctica, cada cual peuda hacer lo que le parezca siempre y cuando su consumo no sea especialmente visible. Es una situación relativamente cómoda, y que podría tener como consecuencia una desmovilización casi total del movimiento cannábico. También sería posible enfocar las actividades antiprohibicionistas a normalizar en la sociedad las situaciones de consumo. De este modo, saliendo poco a poco del armario, los consumidores iríamos mostrando que no somos bichos raros y antisociales, y que nuestros consumos ilícitos no son más molestos ni perniciosos que el de quien se toma una caña en un bar. Sería una estrategia que permitiría ir convirtiendo las leyes antidroga en obsoletas e impopulares, sobre todo en sus vertientes de persecución al consumidor.

Por supuesto, sobra decirlo, lo ideal sería que fueramos capaces de hacer coexistir todas las estrategias: hemos de pretender que se cambien las leyes, pero debemos explorar más los terrenos que se encuentran a su margen. Forzar como mínimo a que, si no se modifican, se apliquen al menos con tolerancia. Al mismo tiempo, utilizar la desobediencia civil como arma política es un aspecto apenas explotado exepto en las plantaciones colectivas que de tanto en tanto emprende alguna asociación. En el fondo lo que está ocurriendo en estos momentos no es más que una tremenda muestra de desobediencia civil: casi una cuarta parte de la población consumiendo sin problemas una sustancia ilegal y demonizada por nuestros guardianes de la moral y las buenas constumbres, y haciéndolo en una situación de casi normalidad, a la que deberíamos exigir a los políticos que supieran adaptarse.