Adicción: Ese concepto esquivo

Uno de los argumentos que más recurrentemente se ha utilizado contra las drogas es que su uso desencadena adicciones. Es decir, según el discurso prohibicionista, el consumo de cualquier droga conlleva asociado un fuerte riesgo de perder la capaz voluntaria de decidir y, por tanto, roba la libertad del consumidor. Desde este planteamiento indiscutido, es permisible por tanto inmiscuirse en las decisiones de los consumidores de drogas, aun cuando apeles a su libertad porque, aunque no lo sepan, “no son libres”. Se ejerce coacción y represión, se restringen las libertades, precisamente para defender la libertad. Paradoja lógicamente irresoluble, pero de excelente rendimiento político. Es tan bueno este argumento, sirve de coartada para tantos controles y regulaciones, que no es de extrañar que, quienes gustan de prohibir e imponer, quieran importar el razonamiento a otras actividades que no les convencen. Pero la adicción, ya en el caso de las drogas, es en realidad un concepto ambiguo, con un exceso de connotaciones morales que perturban su pretendida realidad científica. Más allá del síndrome abstinencial típico de algunas drogas cuando las abandonan sus consumidores habituales, poco podemos decir referente a si los consumidores de drogas son o no son libres de consumir o de dejar de hacerlo. Muchas veces se ha hablado aquí de los muchos matices de la adicción farmacológica. Pero la exportación estos conceptos a actividades donde no hay un ingesta de psicotropos, es cada vez más frecuente. Y de manera aun más palmaria, encontramos puritanismo revestido de ciencia.

Y es que a medida que las drogas van perdiendo interés como motivo de escándalo público, van resurgiendo noticias y estudios para alertarnos de lo que vienen a denominar “las nuevas adicciones”. Se trata de actividades no relacionadas con la ingesta de sustancias psicoactivas pero que, presuntamente, son capaces de desencadenar conductas adictivas que hacen perder a quien las ejerce el control voluntario de sus actos: el juego, los móviles, la televisión, Internet, las compras, el sexo, los videojuegos... en general todo aquello que puede resultar placentero a un número importante de gente. Es evidente que cualquier actividad mental o emocional es fruto de las maravillas químicas que ocurren en nuestro cerebro. Es también asumible que, al igual que ocurren en ocasiones otros desajustes patológicos, el delicado equilibrio mental se rompe, probablemente por desajustes químicos, y las maneras de percibir e interpretar los premios y los castigos se perturba. Igual que un desajuste patológico o químico puede convertir a una persona normal en un ser compulsivo que necesita lavarse las manos 20 veces al día, estos desequilibrios pueden ocasionar, en una minoría de personas, la imposibilidad de controlar sus acciones y sus impulsos. Ahora bien, dicho esto es necesario entender que, del mismo modo que la intolerancia hacia la glucosa propia de los diabéticos no se usa como pretexto para prohibir los pasteles a las personas sanas, tampoco debería utilizarse tramposamente la existencia innegable de patologías cerebrales asociadas a actividades placenteras con una satanización de dichas actividades.

Alguien definió el puritanismo como la sensación corrosiva y desagradable de que alguien, en algún sitio, está siendo feliz. Da la sensación que, cuando algo gusta, falta tiempo para que alguien venga a decirnos que nos apartemos de ello o acabaremos viciados y con los sesos recalentados. Fijémonos sino como acabó el Quijote, adicto a los libros de caballería.