2000 muertes en carretera

¿Prohibirán conducir? ¿Pondrán carteles en los coches avisando que "Esta máquina puede matarte"?

El balance de muertos en carretera del pasado año en España, como el de todos los años, es estremecedor: 2.000 personas muertas en accidentes de circulación. Cada dos años, tantas víctimas en nuestro país como personas murieron en las Torres Gemelas el fatídico 11-S. Más allá del drama humano que supone, aun sin contar con las personas gravemente heridas o incapacitadas, estos números, esta situación, y la manera con que es abordada por la sociedad, son un buen motivo de reflexión sobre los riesgos de vivir y las maneras de gestionarlos. En nuestra vida cotidiana estamos decidiendo constantemente qué riesgos aceptar y en base a qué ventajas. Establecer los mecanismos que llevan a un individuo y a una colectividad a elegir sus ‘riesgos aceptados’, es una condición previa para entender el fenómeno de la prohibición.
Un factor importante a tener en cuenta para entender qué riesgos asumimos, es la escala de valores utilizada para determinar por qué cosas vale la pena arriesgarse. Podemos pensar que los riesgos asumidos en el automóvil, se ven compensados por las ventajas que nos proporciona. Si no lo usamos, vivimos casi aislados, muy restringida nuestra capacidad de movimiento, y, a veces, en situación de inferioridad social y laboral respecto a la mayoría de nuestros semejantes. Del mismo modo, el respeto reverencial que nuestra sociedad siente hacia la velocidad o el deporte hace que apenas veamos la peligrosidad asociada a estas actividades. Los muertos en carreras de automóviles o de motociclismo, los ciclistas atropellados, los accidentes de alpinismo, las tragedias en estadios de fútbol, se ven como males a evitar, pero que no cuestionan la continuidad de tales eventos. En cambio, no hay ninguna necesidad de drogas ilegales, pues su uso es vicioso y, por tanto, cualquier riesgo, por pequeño que sea, es ya excesivo. El concepto clave es el vicio. Un concepto políticamente incorrecto hoy en día, pero que sigue marcando las maneras como se modela la realidad. Si se persigue el tabaco, o las drogas en general con especial ahínco no es tanto por el riesgo real que suponen a la sociedad sino por que se entiende que son conductas viciosas, comportamientos desviados que tienen como fin último la obtención de un placer personal y egoísta. Desde esta perspectiva se vuelve lícito entonces magnificar los riesgos e ignorar o menospreciar las ventajas o beneficios que la actividad supone a quienes la practican.
La asunción de riesgos depende también de lo familiares que éstos nos resulten. Ir en coche supone un grave peligro, cuantificable semanalmente en centenares de muertos y heridos, pero estamos habituados a él y suponemos que, con precaución y algo de suerte, a nosotros no nos tocará tan macabra lotería.
Así, con esta clasificación de valores, nuestra sociedad tolera y acepta con optimismo entusiasmado los vehículos de motor, aun cuando conlleven evidentes riesgos para la salud, pero condena la ingestión que una persona adulta pueda hacer de determinadas sustancias químicas, a fin de modificar su estado de ánimo o sus percepciones, aun cuando los riesgos sean muy inferiores y afecten en exclusiva al consumidor. Muchos padres sienten, por tanto, menos preocupación si un adolescente bebe alcohol un fin de semana y además va en coche de disco en disco, que si fuma marihuana o toma éxtasis, pese a que los riesgos reales son muy inferiores en los dos últimos casos. Una reflexión serena y desapasionada sobre los riesgos objetivos, despojados de prejuicios, ayudaría sin duda a encontrar maneras más liberales y menos represivas de gestionarlos.